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miércoles, 17 de noviembre de 2010

ROMPIENDO LA NOCHE

1979 - 2008
Entonces bajó la neblina, la que presagia desdichas, la que anticipa pérdidas.

- ¿Quién sos vos -pregunta sorprendido Melitón Rodarte- y por qué fijo me ves, si mis ojos no atinan mirarte?  Si acá todos semos probes mineros. 

Desde la tapa de una lata de pintura que hace las veces de espejo, nadie le contesta. En cuanto baña su cuerpo, medio se desayuna los restos de mole de totol de la noche anterior, se enfunda la ropa y toma su caja de herramientas. Sale a las prisas, coloca el estuche en la parte trasera de la camioneta y toma camino, como todos los días, recién aluza el sol. Una hora de terracería hasta la mina de Angangueo y otra de regreso por la tarde, recién asoma la luna.

Al medio día mientras come Melitón Rodarte, recibe noticias de Tlalpujahua. Tiene ya varios otoños que no va a la quinta familiar, ni desde la caseta se comunica.

- Pa’ qué -se dice él siempre como para justificarse- si ya naiden allá me espera. Si mis recuerdos están llenos de nada.

- Mira Melitón préstame una palabra, en cuanto salgas del tiro te pasas a la oficina en después -le dice Emeterio Rejón el sotaminero mayor-, que tienes allí un telegrama.

- Sí pues -le responde Melitón Rodarte- .

Ya al atardecer, una hora de silencio y el trayecto de regreso. Polvo que acumula más polvo, piedras  que sepultan pensamientos y olvidos. Dentro de la cabina conviven él, su cajón de herramientas, un telegrama sin leer y un montón de cavilaciones ya grabadas en el techo a fuerza de repetirlas todos los días.

- Ya pa’ qué -se dice él- si ya naiden me espera.

Entonces, tímida asoma la neblina, baja lenta en rítmicas espirales hacia  la copa de los arrogantes pinos y desde ahí suave se resbala entre las ramas hasta formar una tenue cortina de tonalidades en ámbar.

- ¿Cuánto llevas ahí sentado esperándome -le pregunta Melitón Rodarte al entrar en su cabaña-, es que no te aburres? ¿Seguirás ahí cuándo la luz del sol se apague y se asilencie todo? ¿Es acaso la noche tu morada y el tiempo en que vos vives? ¿Y tocante a mí -agrega- bien sabes que yo no fácil me amüino?

No recibe respuesta alguna. Tampoco la esperaba. Come un poco de pan negro con la conserva que desde Tuxpan le hacen llegar  familiares lejanos de mes en mes.  Masticando recuerdos y sorbiendo leche de cabra, Melitón Rodarte se va quedando silencio, sin expresión alguna en el rostro, tan sólo mirando a lo lejos la luna llena que desde la ventana, soberbia se asoma y todo lo ilumina.  Ahora camina lento hasta alcanzar la escalera del tapanco, que es donde él duerme. Sube con más sueño que convicción. Duerme, sueña, añora.

- ¿Qué hacías vos en mi sueño? -le pregunta Melitón Rodarte al despertarse a la mañana siguiente- mientras baja los siete escalones ¿Y por qué con tanta familiaridad me tratas?  No recibe respuesta. Tampoco la espera.

- Si tan sólo yo anhelo vivir -agrega él- en un templado lugar sin memoria; en un sitio fresco para no sofocarme y tan alejado pa’ que no lleguen los reproches; en un elevado bosque en donde abunden los árboles desde donde cuelguen los recuerdos sin rostro. Sí -se repite a sí mismo- un lugar en donde pueda estar silencio. Sí pues.

Entonces, sin saber por qué ni desde cuando, una ancestral melancolía lo cubre todo, un viento helado cargado de tristeza lo estremece y un par de tímidas lágrimas se niegan a rodar por sus mejillas.  A punto de tomar su caja de herramientas para a las prisas salir, sus grandes ojos claros ya no alcanzan a reflejar nada; ni alegría, ni una sonrisa, ni nada de nada.

Melitón Rodarte sale más temprano que de costumbre a la labor, aún el sol no aluza y una espesa neblina oculta  la torcida higuera que resguarda la entrada de su hogar. Hoy lo acompañará Edelmiro, el verde perico que recibió el invierno pasado de manos de su prima Acacia Sanjinés, y quien habita en la oquedad de un viejo oyamel. El loro, si bien no habla una sola palabra, siempre es una buena compañía en los nublados días como el de hoy.

Aborda su camioneta y enfila hacia la colina de Coquimatlán. Se detiene a un costado del campo santo. Ahí reposan todos sus antepasados, casi todos.  También ahora ahí descansa en paz su sobrina Dirce. No se atreve a bajar, se queda quieto mirando los montículos.  Fija su mirada en la blanca loza  de cemento.  A él le tocó reconocer el pequeño cuerpo recién iniciando mayo, el año de la crecida del río Laurel.

- Te buscan en la clínica -le dijo Emeterio Rejón el sotaminero mayor con gesto serio-, parece que hubo un accidente en la curva de Monte Escobedo. Ándate ya Melitón Rodarte -le apura- yo recojo tu herramienta.

Los primeros rayos de luz alumbran sus grandes ojos claros. El pausado correr de un cojo tlacuhache lo devuelven al horario. Toma el telegrama aún sin leer, lo parte en cuatro pedazos y lo arroja por la ventanilla. Su herramienta, Edelmiro, varios porqués en su mente y muchas imágenes, todos juntos se guarecen de la llovizna en la cabina.

- Estáte silencio Melitón Rodarte -se dice a sí mismo - estáte silencio, pa´ qué remover más el olvido. A veces, tan sólo a veces, hacen más mal las palabras. En adelante los días –habla con Edelmiro el perico -ya no los medirá el calendario, serán mis mayores quienes dirán cuando volver sobre mis pasos.

- Ahora mis recuerdos  -agrega Melitón Rodarte- se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. La vida no es justa Edelmiro tan sólo la vivimos, el azar y el destino nos acechan todos los días a la vuelta del camino. Sí pues.

Melitón Rodarte enciende el motor y rumbo a la mina de Angangueo toma camino. Como todos los días del año. La pertinaz llovizna empapa por completo la camioneta, que lenta, se pierde de vista detrás de la espesa neblina. Tan sólo un monótono rodar se escucha a lo lejos. Es fecha que nadie ha visto ya ni a Melitón Rodarte, ni al perico Edelmiro, ni a la camioneta. Sí pues.
amq 

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