- “Espero la llegada del tren” –le dice don Elpidio Tarrasco a Demóstenes Aparicio, sin verlo a la cara- e inclina su cabeza hacia la izquierda para ver si asoma ya la locomotora.
Siempre pulcro, elegantemente vestido con su gastado traje de paño gris que alguna vez debe haber sido negro, camisa blanca con el cuello ya sin forma, corbata negra con delgadas líneas doradas en diagonal, pañuelo blanco asomando tímido desde la bolsa del saco, zapatos de color café obscuro con señales de haber sido impecables hace ya varios años y un sombrero de fieltro con los bordes ya gastados. Don Elpidio Tarrasco, “el loco del tren” como es conocido en la aldea, espera en la estación del tren de Angangueo, al lado de su eterna maleta azul con manija de oxidado metal, como todos los días entre las 9 y las 12 horas, desde hace siete años.
Algunos dicen que don Elpidio Tarrasco, hoy ya un hombre viejo y de caminar lento, fue en su juventud un apuesto guardavías en la estación de Tlalpujahua; otros más aseguran que fue el entusiasta maquinista en la ruta que corre hacia Maravatío; algunos otros sostienen que él fungió como sotaminero mayor de la mina de Catingón; los más simplemente se burlan de él y acuden a la derruida estación para verlo esperar todos los días la imposible llegada del tren, mismo que dejó de correr por las vías quince años atrás en el tiempo.
- “Espero la llegada del tren” –le repite don Elpidio Tarrasco a Demóstenes Aparicio, mascullando las palabras- e inclina de nuevo su blanca cabellera hacia la izquierda.
A sus 39 años Demóstenes Aparicio dirige sus pasos por la calle principal pendiente arriba para vender sus manzanas en los portales. Aún recuerda que durante su infancia la estación del tren era el lugar de encuentro de la población, en el horario y los días en que llegaba, desde Zitácuaro en su trayecto hacia Jungapeo, la gente alborotada se juntaba para recibirlo. Llegaban gallardos jóvenes oriundos de la localidad quienes regresaban a pasar sus vacaciones escolares y eran recibidos en la estación por toda su familia, misma que vestía con sus mejores ropas. Las chismosas del pueblo acudían tan sólo para ver "quién llegaba" y difamar entre ellas.
- “¿Ya vieron que Anastacia Tejeda llegó sola –murmura doña Ruperta Mandujano- vayan a saber dónde dejó al vaquetón de su marido?”.
Los señores de gruesos bigotes acudían para arrebatarse los pocos periódicos de circulación nacional y así enterarse de “lo que pasaba en el mundo". También solía llegar a la estación algún artículo electrodoméstico que meses atrás alguien había encargado por catálogo; así como medicamentos, prendas de vestir, calzado y artículos varios. Abundaba la vendimia de alimentos y uno que otro producto "pá el recuerdo del viaje".
Recién cumplidos sus nueve años Demóstenes Aparicio, supo del incendio en la mina del Carmen que se extendió hasta el barrio de la Purísima. Fallecieron doce habitantes de Angangueo. Varias familias emigraron entonces hacia Toluca, tratando de guardar en el olvido la tragedia. Justo diez años después sucedió el derrumbe en la mina de Catingón, que cobró la vida de más de veinte mineros, incluyendo a dos malacateros y al quita-pepena. Familias enteras se fueron hacia la capital y otras más hacia el norte, buscando mejores oportunidades. Angangueo se fue desahabitando poco a poco, los inviernos transcurrieon y vieron partir una a una a familias enteras. Sólo las sombras de los pocos residentes vagaban por entre los callejones y las voces de personas ya idas se escuchaban en las tardes subiendo por los tejados.
Atrás quedaron los años de bonanza del mineral de Angangueo y con ella, el interés de la compañía del ferrocarril por hacer parada en un pueblo fantasma.
- “¿Quién será la siguiente familia que se vaya?” –se preguntaban angustiados los escasos pobladores que aún quedaban- .
Entonces la estación del tren se fue deteriorando poco a poco. Primero, los Martiñón desmontaron los rieles para fundirlos y fabricar la herrería de la iglesia de San Simón; después, los lugareños usaron los durmientes como leña para calentar sus hogares durante la rigurosa nevada en el invierno del 58’. Las polillas hicieron lo suyo y carcomieron la madera del techo, el piso y las paredes. Las ventanas ya sin vidrios dejaban entrar por completo la lluvia, el polvo, la aguanieve de enero y el helado viento de las tardes, mismo que solía provocar un ahogado silbido como venido desde el pasado, que asustaba a los niños que acudían a la estación para jugar al salir de la escuela primaria. Por alguna extraña razón tan sólo quedó la linterna del guardagujas colgada del poste de identificación, sin que nadie se atreviese a tocarla.
Como si un rayo venido desde los ancestrales bosques de oyamel que rodean la localidad le hubiese taladrado la cabeza, hoy Demóstenes Aparicio toma la irrevocable decisión de irse. No hay marcha atrás. Nada ni nadie lo detienen ya en aquel desolado lugar.
- “Ya tomo camino don Arcadio y no regresaré” –le dice Demóstenes Aparicio antes de marcharse a don Arcadio Toquero, el tendero del pueblo-, “aí le dejo mi cabaña pá su uso”.
Antes de dirigir sus pasos hacia el camino de terracería, en espera que transite alguna camioneta que lo lleve “dios sabe a donde”, Demóstenes Aparicio decide pasar a despedirse de la estación del tren. Ahí encuentra todavía a don Elpidio Tarrasco, el loco del tren, esperando en el andén.
- “Espero la llegada del tren rumbo a Jungapeo” –le dice don Elpidio Tarrasco, sin voletar a verlo- y asoma su cabeza.
A lo lejos, Demóstenes Aparicio escucha el agudo silbido del ferrocarril hasta que éste llega a la estación. No atina a decir nada. El convoy se detiene tan sólo un momento, lo suficiente para que don Elpidio Tarrrasco, el loco del tren, aborde el primer vagón y se siente en la ventanilla derecha, desde donde sin ningún gesto en el rostro, dirige su mirada hacia el frente.
A punto de arrancar el tren en la estación de Angangueo, Demóstenes Aparicio aborda el ferrocarril. Coloca su maleta y un bulto en la canastilla, acomoda su cuerpo dos asientos atrás del loco del tren. Se arrima hasta la ventanilla y fija su mirada hacia el centro de pueblo. El tren parte de la estación de Angangueo. Demóstenes Aparicio jamás volverá.
amq
No me queda mas que recomendar que lean los escritos de Antonio, estoy segura que al igual que yo, saborearán la lectura.
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