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Montreal, Canadá. fot. Margarita Muñoz Fuentes. |
Mis piernas me conducen como a un autómata. Por calles inundadas de basura material y desperdicios humanos. Por trayectos vacíos de afectos, de sentimientos compartidos. Por pasajes circulares sin salida y ya no recuerdo si tampoco entrada.
Calles pavimentadas con seres, quienes al paso de motorizados vehículos, evocan nostálgicos que algún día ya lejano ellos fueron los protagonistas en las ciudades.
De pronto soy alcanzado en el hombro izquierdo por una delgada flecha. Justo al llegar a “mi esquina”. Sí aquella en donde una tarde de septiembre experimenté mi primera petición de noviazgo:
- Déjame pensarlo –me dijo Yolanda- siquiera espérame a que cumpla los once años ¿sí? para que mi mamá me dé permiso.
- ¡No espero! –de inmediato le respondí-, si tú aceptas, digo si tú quieres, bueno pus yo creo que lo sabes ¿no? Además yo prefiero –agregué envalentonado- un no o un sí pero ahorita mismo.
- ¡Está bien Sebastián, está bien! –respondió nerviosa Yolanda - sólo quería que no fuera tan rápido pues, tan fácil…
Recorro con la vista el entorno y no encuentro al responsable, tan sólo observo androides caminando de prisa sin rumbo, sin verse entre ellos, insultándose a sí mismos en su condición humana, realizando labores tan rutinarias como grises.
Un delgado hilo rojo escurre por el azul de mi camisa hasta formar un pequeño charco en mi pañuelo, que tímido asoma desde la bolsa de la camisola; el dolor ahora se extiende por mi brazo izquierdo hasta llegar a mis piernas, obligándome a doblarlas.
Quedo tendido en la acera, frente a una derruida panadería de un pan tan duro como descolorido, ante la citadina indiferencia de transeúntes quienes tan sólo me rodean para no pisarme, pero que no se detienen. Busco en mi memoria recuerdos almacenados: aquel carterista a quien involuntariamente interrumpí en su oficio…al agente judicial a quien paralizado observé dispar por la espalda a un ladrón de dos manzanas en el mercado de nativitas… o quizá algún marido ofendido quien nunca aceptó de buena gana saberse cornudo y engañado.
Haciendo un titánico esfuerzo logro desprenderme de tan doloroso e incisivo proyectil. Al tacto con mis manos, recorriendo su delgado talle y palpando su reluciente metal dorado, lo reconozco. Fue proyectado por mí, aquella noche del noviembre anterior ya casi en la madrugada, cuando escribía versos amorosos y muy emotivos para una imaginaria enamorada y entonces lancé una mirada a la penumbra “cual delgada flecha”.
Aquí hoy, tendido en la banqueta de una calle cualquiera, en una ciudad cualquiera, decido dejar el exagerado empleo de metáforas, frases hechas y lugares tan comunes como cursis. Sí pues.
amq
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