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domingo, 21 de noviembre de 2010

YO LO VI, NADIE ME LO CONTÓ

Horarios, cenas y tecates

fot. Antonio de Marín y Quintana.
Porque me quedé con hambre. Y con preguntas sin respuesta. Pero sobre todo con hambre.

De madrugada salgo de la nebulosa Xalapa, hacia Minatitlán; zona petrolera en donde abundan los maleantes, las cantinas de mala muerte y los prostíbulos.

- “En llegando allá –me recomiendan repetidamente mis colegas en la delegación de la SEP en Xalapa, antes de salir- de inmediato te hospedas y no salgas para nada en la noche, ni siquiera para comer”.

A la mañana siguiente me traslado a la terminal de autobuses y ahí ponerme a las vivas para lograr subirme en el único camión guajolotero que en seis horas me llevará hasta Las Choapas, último municipio al sur de Veracruz, colindante con el estado de Tabasco. Ya en Las Choapas, esperar a pie de carretera alguna camioneta que  por algunos pesos me lleve hasta la ranchería del Ticalate, destino de mi actividad laboral como esforzado “apostol de la educación”.

Magullado el cuerpo por cuatro horas de terracería y mi cabellera como polvorón por el polvo del camino que se me ha metido hasta por cal...cetines, llego a medio día al Ticalate, divisando a lo lejos como si fuese un espejismo,  antes de entrar al poblado, un camino empedrado que refleja la luz solar. Al arribar me percato que el empedrado en realidad es una enorme cantidad de latas de cerveza tecate aplastadas que cubren la única vía de acceso. El clima es infernal, sudo copiosamente y ni una brisa de viento aminora la calor.

Preguntando doy con Quintín Rogaciano, maestro de la escuela unitaria (escuela en que un solo maestro atiende todos los grados escolares), quien amablemente después de intercambiar opiniones en torno a mi responsabilidad didáctica, me da de comer en su casa, siendo media tarde.

- “Quedo a sus órdenes licenciado de la Mora –me dice afable don Quintín, sonriendo y extendiéndome un bulto de tortillas-, en saliendo el sol trabajamos con los chamacos, usté me dirá que hay que hacer”.

Me hospeda en la escuela. Acomodo mis pertenencias y ordeno mi material para trabajar a la mañana siguiente. En cuanto la luz del sol comienza a alejarse, mis tripas me recuerdan que la generosa comida en casa de don Quintín son el único bocado que he probado en el día.

- ¿A qué hora me llamarán para cenar? – me pregunto afligido-.

Pasan los minutos, las horas y nada. Todo silencio. Entonces reparo que acá en el Ticalate no hay energía eléctrica, ni t.v., ni nada qué hacer en cuanto el sol se mete. Ya mañana descubriré que los varones todos se levantan a las tres de la madrugada, toman una taza de ralo café y abordan el único camión que llega por la tarde del día anterior y se dirigen a la labor en el campo. Es tal el calor por estas tierras que sería imposible que trabajasen a plena luz del día. A las diez concluyen su jornada en el campo y regresan caminando hasta el Ticalate.

Por lo pronto, sin dejar de preguntarme “¿y a qué hora voy a cenar?”, junto dos pupitres para usarlos como cama y conciliar el sueño. Con este clima no es necesaria una cobija, aunque sí estar alerta por si algún alacrán me visita.

Sin cenar, sudando a mares y con hambre… yo lo vi, nadie me lo contó. Sí pues.

amq

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