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lunes, 22 de noviembre de 2010

CERRANDO LA PUERTA

Tlayacapan, Morelos. 
fot. Margarita Muñoz Fuentes.

... entonces quedé solo por completo.

Por un instante escuché sus pasos retornando. Paré en dos piernas y salí por el tragaluz. Y es que la soledad es una morbosa combinación de placer y angustiosa esperaPorque en cierta forma espera es sinónimo de esperanza. Por eso corrí, corrí durante horas defendiendo aquello que ahora sólo era mío. De hecho, lo único que poseo: mi soledad.

Era tan desenfrenada mi huida que no había reparado en el paisaje. El otrora tupido bosque templado de oyamel que acostumbraba transitar era ahora un agreste escampado, un triste erial desolado. Porque si bien semejaba a un semidesierto, su coloración grisácea y verdusca, hacía imaginar en él el tiro de la abandonada mina de esmeraldas del rumbo de Copainalá.

El horizonte estaba coronado por un arcoiris de monumentales dimensiones. Ni el sol  ni la luna iluminaban el firmamento y en su lugar, dos grandes anillos fluorescentes aluzaban de manera tenue el entorno.  Por momentos, la respiración se complicaba y un pasajero mareo provocaba náuseas. Sólo el silbido chillón de un vientecillo, que de forma regular se hacía presente, rompía el silencio.

Deambulé durante horas, durante lo que yo supuse días enteros. Quise llorar pero mis lágrimas se negaron ha acompañarme. Desesperado hasta un grado menor a la locura grité, pero nadie me contestó. El cansancio me obligó a recostarme para dormir y sumergirme en alucinantes sueños repetidos. El rodar lento y pausado de una cachanilla despertó mi sueño y exaltó mi vigilia; entonces di media vuelta en busca del objeto que producía aquel ruido.

Allá, como a doscientos metros cuesta arriba, en la punta de un peñasco de forma irregular, un alto hombre inmóvil me observaba.

Conforme me fui acercando reconocí en él evidentes signos de su identidad : su blanca y larga barba empapada en sangre, los grandes ojos desorbitados, sus largas manos cruzadas sobre el pecho y una pata de cabra que se esforzaba por ocultar. En realidad no era miedo, sino curiosidad lo que me aproximaba a Lucifer. Deseaba conocer su versión de la Historia.

Ahí, a medio metro de distancia, encontré al Diablo apolillado, entumido, casi irreconocible entre el milenario polvo y telarañas ofensivas. Satanás había muerto, seguramente siglos atrás.

Supe entonces que jamás volvería a besar a mi mujer y que el final para mí estaba clausurado.  Estaba destinado a suplir a Luzbel, el ángel desterrado.

Ahora aquí, con la mirada fija en la nada y  la imaginación extraviada en el vacío, hoy cumplo mi tarea, desempeño mi oficio.  Sí pues.

amq

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